Entramos en la Casa Grande de Fuencarral, un ejemplo único de arquitectura doméstica y agrícola del siglo XVI en la capital.
Ampliada en XVII, fue desde entonces cabeza de mayorazgo. La finca se dedicó al cultivo del grano y a la producción de vino y llegó a contar con 120.000 cepas.
Desde la cueva de la bodega hasta la buhardilla, distintos rincones de la propiedad han servido de escenario para rodajes cinematográficos de época.
Un paseo por la antigua villa de Fuencarral, convertida en barrio de Madrid en 1951, revela a simple vista pocos edificios o vestigios que atestigüen su largo y rico pasado. A escasos metros de la que fue plaza mayor de la localidad, la fachada del edificio puede pasar desapercibida al caminar junto a ella por la calle de Nuestra Señora de Valverde. A pesar de su discreto exterior, la Casa Grande de Fuencarral es una auténtica joya histórica de los siglos XVI y XVII, que ha llegado a nuestros días casi intacta. Totalmente desconocida por los madrileños, al haber mantenido a lo largo del tiempo su carácter privado y su uso familiar, se trata de uno de los mejores ejemplos de arquitectura doméstica y agrícola del Siglo de Oro que se conservan en la capital.
Los primeros dueños
Esta singular edificación “se remonta al siglo XVI, cuando se edificó la parte más antigua del actual edificio, al que se fueron añadiendo otros, el último en 1641”, explica el historiador local José Martín de la Fuente. Poco después se convirtió en casa solariega del mayorazgo fundado por don Pedro López de Ortega, de condición hidalga y destacado financiero al servicio de la corona y de la nobleza, y su esposa, doña Paula Esteban, quien pertenecía a la élite local. Así lo recogen los registros matrimoniales de Fuencarral y de ello se hace eco José Martín en su libro “El Santuario de Nuestra Señora de Valverde y Fuencarral”.
Con los siglos, la finca fue cambiando de manos: primero pasó a ser propiedad de Félix López Ortega, otro financiero al servicio de la realeza y luego de sus sucesores y familiares, siendo finalmente adquirido en subasta en 1878 por Gregorio Montes, natural de la localidad valenciana de Requena, cuyos descendientes son los actuales propietarios.
Un tesoro arquitectónico oculto
Todo lo que pueda leerse sobre la Casa Grande no es comparable a su visión en directo y a un recorrido por sus estancias de la mano de los dos veteranos representantes de la familia que actualmente mantiene la propiedad: Julio Montes, de 83 años, y Ramón Esteban, de 88. Cada rincón trae a su memoria un recuerdo o una anécdota.
En la vivienda principal destaca el hermoso patio central porticado, pero el conjunto está lleno de otros espacios que nos retrotraen a una forma de vida tradicional fuertemente ligada a la agricultura que hoy resulta lejana, y cuenta también con bodega, cuadra, granero, pajares y una cueva.
Pasado el magnífico portón de madera, se accede al patio exterior. Apoyados sobre su fachada descansan antiguos aperos de labranza de principios del siglo XX. “Las cuadras estaban abajo; arriba, el pajar y, contigua, la cocina para labradores temporeros”, explica Ramón en el patio, junto a las toscas columnas de piedra que han sido testigos silenciosos de tantas bodas, comuniones y eventos familiares.
Antes de atravesar el umbral de la puerta de acceso a la bodega, que luce la fecha de 1641 en una inscripción, Julio nos cuenta: “Llegamos a tener 120.000 cepas, la última vendimia fue aproximadamente hacia 1936”. Eran momentos convulsos, previos a la Guerra Civil. Los estragos de la contienda acabaron por forzar el abandono de la explotación. Según relata Julio, las uvas características de la zona eran de las variedades garnacha y moscatel. “El vino de Fuencarral era célebre en Madrid, había muchas bodegas particulares, pero no eran tan grandes como la nuestra”, explica nuestro anfitrión. “En el pueblo, algunos mantuvieron una producción residual hasta hace unos cuarenta años”. Julio recuerda cómo protegían su producción frente a los amigos de lo ajeno: “Plantábamos cepas especiales que maduraban las primeras en los contornos y, si te comías sus uvas, te daban una diarrea impresionante”, confiesa.
Una bodega de cine
Bajo el techado de madera original de la bodega, enormes tinajas alineadas flanquean una porción de suelo de forma rectangular con una leve pendiente y un orificio central, hoy clausurado, que hacía las veces de lagar. Al pisar la uva, su preciado jugo, que entonces aún se medía en arrobas, resbalaba hasta una tinaja situada en la bodega subterránea. “Madrid tiene un subsuelo sensacional -afirma Ramón-, lo llaman arena de miga, que resulta fácil compactar para hacer cuevas naturales como éstas en las que envejecíamos el vino y donde se mantenía todo el año a una temperatura media de 15 grados”. Al recorrer sus galerías subterráneas se descubren objetos que recuerdan algunos de los rodajes cinematográficos que han tenido la casa como escenario, entre ellos el de la serie de televisión Goya y la película Crónicas del Alba.
El recorrido nos lleva de la bodega al cuarto de toneles, “donde antiguamente se hacían las transacciones y las catas de vino, ya que se vendía la producción a minoristas y particulares; también se cocinaba en la chimenea y, más recientemente, se han corrido algunas juergas”, reconoce, con una sonrisa, Julio.
Ya en la vivienda, el centro en torno al cual gravita el edificio es el patio principal porticado que comunica todas las estancias de la casa. Sus columnas de granito sostienen un corredor de madera acristalado en el piso superior cuyas ventanas nadie se atreve a abrir, seguramente por temor a que algo se desmorone como en un castillo de naipes. Julio llama la atención sobre los muros de la casa, de casi un metro de grosor y hechos de tapial, a base de tierra apisonada y paja. Se trata de una técnica constructiva que data de tiempos remotos, que se extendió en la Edad Media y aún se puede ver en algunas construcciones tradicionales y rurales.
En las estancias de la primera planta apenas se conservan muebles u objetos que perteneciesen antiguamente a la casa, entre ellos una cama de hierro fundido en la que nació el padre de Julio y el estandarte junto a una pequeña capilla, que tiene acceso desde el comedor principal. Con esta insignia salía la familia en procesión junto a la Virgen de Valverde, por las calles de Fuencarral. “En la guerra arrasaron con los muebles y con el vino”, cuenta Ramón. La decoración actual es mayoritariamente fruto de las incursiones semanales al Rastro madrileño de la suegra de Ramón, que arregló un ala de la casa para que esta parte de la familia fuese a veranear y a disfrutar de las bajas temperaturas propiciadas por los gruesos muros y la vegetación.
Recuerdos de la vida rural
Por las empinadas escaleras que conducen a la buhardilla y a las torres solo se atreve a subir Julio. Continúa su relato: “Aquí estaba el palomar, donde se criaban sabrosos pichones, porque las palomas no había quien se las comiera; en esta otra parte colgábamos melones; y al otro lado hay una pequeña estancia con una cocina de lumbre baja y un muro falso que se quedó así tras un rodaje”.
Ramón y Julio nos despiden amablemente y dejamos atrás su imponente puerta blasonada y este rincón que ha quedado congelado en el tiempo, testigo de la historia, entre el bullicio de la capital.